domingo, 13 de enero de 2013

El CRISTIANISMO Y LAS OTRAS RELIGIONES


INTRODUCCIÓN

No resulta sencillo abordar el tema de las relaciones entre la Iglesia Católica y las religiones no cristianas. Es este un tema de profunda actualidad, el cual aún está abierto en muchos puntos, y que sólo el tiempo nos irá dando muchas de las respuestas o soluciones que ahora buscamos. Para unos es algo fracasado desde el comienzo e incluso contrario a la esencia cristiana. Para otros es ocasión de encuentro de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Desde luego, la postura de la Iglesia católica es que el diálogo interreligioso es necesario y ha de ser fecundo. Ha de llevar a una comprensión y acercamiento mutuo y a una mayor difusión de la paz en el mundo. Pero para esto ha de elaborarse lo que se ha venido a llamar una “teología cristiana de las religiones”, que aporte a los cristianos el punto de partida y los presupuestos básicos sobre los que emprender un sincero diálogo, sin por ello renunciar a su propia identidad y a los fundamentos de la fe.

Breve recorrido histórico

La Iglesia ha tenido a lo largo de su historia diferentes posiciones relativas a los no cristianos, que no siempre han sido unánimes, ni siquiera entre los contemporáneos. Nos encontramos con autores eclesiásticos que ven con muy malos ojos tanto las religiones, filosofías, culturas… no cristianas hasta el punto de considerarlas obra del pecado y del demonio; y nos encontramos con autores –quizá la mayoría- que insisten en la bondad de la filosofía y de otras religiones aún en medio de sus imperfecciones y errores, en cuanto contienen “semillas del Verbo” (Justino) y sirven de “preparación evangélica” o son obra del Espíritu que actúa en el corazón de los hombres y de los pueblos preparando sus corazones para la acogida del Evangelio de Jesucristo. Corrientes quizá un tanto exageradas por este lado son las que muestran a Platón entre los iconos de los bienaventurados, en algunas iglesias.

En la Iglesia antigua

Con todo, no podemos dejar de lado que en un primer momento, las religiones paganas son vistas como “enemigas” de la fe cristiana, en cuanto que predicar el Evangelio supone invitar a convertirse a él, dejando los ídolos y cambiando de mente y de forma de vivir, y adhiriéndose al Dios vivo y verdadero, el Padre de Jesucristo, bautizándose para recibir el Espíritu Santo y el perdón de los pecados. En este sentido, el cristianismo desde muy pronto vio un aliado más en la razón filosófica (en el “logos”) que en la religiosidad imperante del momento.

Un problema, a mi modo de ver, que se verá más tarde en la historia, está en lo relativo a herejes y cismáticos, que al romper con la fe y con la comunión de la Iglesia, no podrían tener el Espíritu Santo, con lo cual no alcanzarían la salvación. En medio de estas discusiones está San Cipriano con su célebre expresión “fuera de la Iglesia no hay salvación” (extra Ecclesia nulla salus) que será interpretada de forma maximalista en el futuro.

En la época medieval

En la Edad Media, con la “sociedad cristiana”, esto supone un cambio. Se llega a una cierta –y peligrosa- confusión entre sociedad civil y sociedad cristiana, entre pertenencia visible y “social” a la Iglesia –muy identificada ahora con la sociedad cristiana y sus manifestaciones- con pertenencia a la Iglesia de Cristo y con la salvación personal. Con lo cual cabe el pensar que aquellos que no pertenecen a esta sociedad, aquellos que no pertenecen a la Iglesia visiblemente, es muy probable que no les alcance la salvación. Son enemigos de Cristo, de los cuales nos debemos defender. Es este un tema muy complicado en el que no voy a entrar, tanto por falta de conocimiento como porque excede el motivo de este trabajo. Lo dicho hasta ahora lo vemos de forma especial con relación al islam (que verdaderamente se convirtió en un peligro para la supervivencia cristiana) y con el judaísmo, en medio de un fuerte antisemitismo, alimentado por una lectura radical de ciertos textos y de ciertos acontecimientos históricos (o no tan históricos) que les hicieron considerarlo el “pueblo deicida”.

Baste recordar que a caballo entre el mundo medieval y el moderno está la declaración del concilio de Florencia de F. de Ruspe, que parece afirmar que son pasto del infierno los que antes de su muerte non entren en la Iglesia católica, y menciona a judíos, herejes, etc.

En la época de la modernidad y la posmodernidad

Un cambio total de paradigma sucede con el descubrimiento de América, con el cual los eclesiásticos europeos pueden ser conscientes de que existe una humanidad que nunca ha oído hablar de Cristo, y que está en el mundo desde tiempo inmemorial. Surgen entonces más fuertemente la cuestión de si la salvación puede alcanzar a esta gente a la que no le ha sido proclamado el Evangelio (en medio de todo esto estará la discusión de si son personas con dignidad y derechos, pero ese es otro tema, aunque ciertamente relacionado).

Los distintos cismas, y especialmente la Reforma protestante hacen que la Iglesia se centre en sí misma, en una clara orientación apologética, que llevó a tener una aversión encarnizada contra los cristianos separados, dándose a entender que la salvación no puede llegar a ellos, cismáticos y heréticos.

Con la Ilustración y lo que vino después, a la fe tal y como se la concebía se le da una “sacudida”, que la forzará a tomarse en consideración a si misma y a afrontar nuevas respuestas para hacerse creíble y significativa de nuevo. Es esta una crisis de la que aún estamos arrastrando hoy en día su hipoteca, y que se manifestó de forma especial con el llamado “modernismo” y que tuvo a la Iglesia Católica en una posición de defensa hasta hace relativamente poco, hasta las puertas del Concilio Vaticano II. Los métodos de investigación, la revolución científica, la nueva imagen del mundo, la evolución, la comprensión de la historia, la fenomenonología de la religión… conducen a una nueva imagen del hombre y a una nueva imagen de Dios. La imagen de un Dios mítico o influido por las diferentes culturas y por motivos antropomórficos parece hacerse agua. Y surgen posiciones nunca antes vistas en la historia, desde los que niegan la existencia de Dios, aquellos que niegan la posibilidad de conocerlo o viven al margen de Él, o las que afirman que Dios está por encima de todo y las diferentes religiones no son sino manifestaciones míticas de algo a lo que no podemos llegar y permanece inaccesible, y que por tanto, ninguna es más importante que otra y ninguna puede tener la pretensión de la verdad, cayendo en un relativismo que diluye lo específicamente cristiano.

El Concilio Vaticano II

La Iglesia ya antes del Concilo Vaticano II había afirmado la posible salvación de quienes no pertenecieran visiblemente a la Iglesia de Cristo. Pero no será sino hasta este concilio cuando se afirme esto con más claridad, e incluso se dé el paso de afirmar y proclamar el derecho a la libertad religiosa como un derecho del ser humano, pero siempre considerándose ella la verdadera portadora de la Revelación divina. Surge entonces una apertura al diálogo sincero con los otros cristianos, con los judíos y con los miembros de las otras religiones, a las que se le reconocen, siguiendo el parecer de muchos Santos Padres, “semillas del Verbo” y “rayos de luz” procedentes del Espíritu Santo, y elementos de verdad. Fruto de ese diálogo son los encuentros de oración conjunta entre cristianos y miembros de otras religiones, como fue el convocado por el Papa Juan Pablo II en Asís en 1986 y en 2002.

La Declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II comienza haciendo referencia a la nueva época y a los vínculos cada vez mayores entre los pueblos, y menciona lo que es común al ser humano, a sus problemas e inquietudes, a los cuales las religiones del mundo buscan dar respuesta (NA 1); hace mención explícita de los judíos, pueblo en el que hemos sido injertados los gentiles (NA 4); y menciona a los musulmanes, descendientes de Abrahán y que tienen a Jesús por profeta e invocan a María Virgen (NA 3); pero también hace mención expresa del hinduísmo y del budismo, de los cuales explica algunas de sus características esenciales, las cuales valora profundamente (NA 2). Termina invitando a la fraternidad y rechazando toda forma de discriminación racial, cultural o religiosa.

Es muy curioso el hecho que en ese mismo nº 2 de NA dice: La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn., 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas”. No deja de ser curioso el que se admita como destello de la verdad incluso cosas que discrepan un tanto con lo que ella misma profesa. Creo que este párrafo representa un buen ejemplo de la postura de la Iglesia, en general, respecto de las religiones.

El Concilio, por ejemplo en Gaudium et Spes 21, al tratar el tema del ateísmo al mismo tiempo que lo denuncia y combate tiende su mano para que tanto entre creyentes como no creyentes exista un diálogo fructífero y trabajen juntos por la paz y por la trasformación del mundo. Después de todo, lo que afirma la Iglesia sobre las demás religiones vale igualmente para aquellos que no profesan ninguna religión. Salvaguardando la unicidad de la salvación por Cristo y su Iglesia, todos los hombres de buena voluntad pueden ser asociados al misterio pascual de Cristo por caminos conocidos por Dios, pues todo hombre tiene en el fondo una única vocación a la que es llamado por Dios, la divina (Cf. GS 22).

martes, 3 de enero de 2012

La cruz es el precio del amor

“Amar la cruz”. Esta es una expresión que resuena de cuando en cuando en nuestros oídos, muchas veces sen entender lo que significa. Muchas veces non queremos saber lo que significa, no nos interesa. Huimos de ella. También puede ser que malentendamos lo que quiere dicir.
Más allá de lo que puedan haber dicho los autores de espiritualidad a lo largo de la historia, pienso que amar la cruz es algo muy actual, aunque no esté de moda. Pero es algo que debemos PEDIR.
Ante todo, digamos lo que creo que no es amar la cruz. Mucha gente, especialmente aquellos que tienen aversión hacia lo cristiano, o prejuicios, o lo contemplan simplemente desde fuera, hablar de “amor a la cruz” suena a masoquismo, a “ya están esos cristianos diciendo que hay que sufrir”, o a pensar que sufrir es bueno (se oyen todo tipo de barbaridades al respecto, desde que no se pueden usar calmantes en las enfermedades de grave dolor o en los partos a otras del tipo de que hay que autolesionarse o que no se puede disfrutar de nada porque todo es pecado). Pero no, el amor a la cruz no es eso.

Una persona que conozco estaba en la iglesia de su pueblo; era ya de noche (en este tiempo aún oscurece muy pronto), y acababa de participar en la Eucaristía, y también de celebrar el sacramento del Perdón (Dios nos da su gracia; me da su gracia, su amor entrañable en esos sacramentos, a mí, pobre hombrecillo). Acababa de rezar las vísperas y contemplaba el altar y el sagrario. Encima del altar contemplaba la pequeña cruz que está en el centro. Y pensó: “amar la cruz”. La besó. Y se quedó pensando: ¿qué quiere decir amar la cruz? Y mirando a Jesús crucificado ple pareció entender algo de lo que es “amar la cruz”. No es desear el sufrimiento ni ser masoquista, como piensan algunos. Es dar un cheque en blanco, y ASUMIR TODAS LAS CONSECUENCIAS DE AMAR DE VERDAD, y asumir todas las consecuencias de empeñarte a tope en la misión que te ha sido confiada en la vida. EL DOLOR, LA CRUZ... hay que amarla, porque EL DOLOR, LA CRUZ ES EL PRECIO DEL AMOR. Entonces puedes amar la cruz, porque “hay que amar hasta que duela”, decía Madre Teresa, si no duele, no amas. Esto cobra una especial razón de ser para el sacerdote. Quizá la mayoría de los que puedan leer esto no lo entiendan -yo mismo aún no soy consciente de lo que digo-, pero sí. En su identificación con Cristo, el sacerdote tiene que asumir la cruz, beber con Jesús el trago amargo del dolor por su gente, por sus vidas... y por en tantas ocasiones no ser valorado ni comprendido a pesar de su entrega. Aunque esto vale también para cualquiera, para los matrimonios, los novios, los amigos, los padres... todos, ante tu prójimo, al que tal vez ni siquiera conozcas o, peor aún, te caiga mal o no se lo merezca.

El ejemplo de amor a la cruz lo tenemos en Jesús crucificado. Él no fue a la cruz por el placer de que lo clavaran. A Jesús lo mataron, no podemos olvidar que fue asesinado (cada vez que celebramos la Misa estamos haciendo la memoria viva de una muerte! Hasta tal punto es seria la misa! La muerte del Hijo de Dios, que nos amó hasta entregarse por nosotros!). Sus brazos abiertos nos hacen ver el ABRAZO DE DIOS que abraza el mundo y que nos abraza a nosotros, que vamos a lo nuestro y que pasamos de Él, que nos autodestruímos a nosotros mismos y a los demás, en mayor o menor medida.

Entonces cobra todo su sentido amar la cruz. Y hemos de pedirle a Dios “amar la cruz”. Sí, no estoy loco -al menos no del todo-. Porque sólo Él puede sacarnos de nuestro encierro en nosotros mismos y abrirnos al verdadero amor desinteresado. Porque amar la cruz significa estar dispuesto a participar de los sufrimientos de Cristo en nuestra propia vida, sabiendo que Él los transformará en gloria. Supone identificarnos con Él. Y también hoy son muchos los lugares y circunstancias en los cuales encontraremos la cruz. Y sólo los valientes de verdad la cogen. Hasta un cierto punto la cruz se nos impone. Hasta otro cierto punto, la cruz se elige. Y el amar hasta el extremo no es posible sin coger la cruz y cargarla en seguimiento del Hijo de Dios. No olvidemos que fue el dolor (el dolor del Hijo de Dios) el que salvó el mundo, y el que nos purifica cuando nos manchamos con nuestros malos deseos, palabras, obras y omisiones.  Así, también nuestro dolor y nuestro sacrificio (de cada día), nuestras pequeñas o grandes renuncias son las que pueden limpiar y sanar tantas heridas que tienen nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, y también nosotros mismos.

sábado, 21 de mayo de 2011

No existe un "derecho" a la felicidad

El escritor británico C. S. Lewis –autor de “Las crónicas de Narnia”- poco antes de su muerte escribió un artículo titulado “No existe un ‘derecho a la felicidad’”, en el que compara este supuesto derecho al derecho de tener suerte o a medir 1’80 o a ser millonario, por ejemplo. Los últimos años de la vida de Lewis estuvieron marcados por la experiencia del AMOR y de la MUERTE –que son inseparables-. Había descubierto el amor en una mujer, Joy Gresham, a la cual se le descubrió una enfermedad terminal que la llevó a la muerte. Esta intensa experiencia de sus últimos años de vida y que hizo tambalear su vida y su forma de ver las cosas la expresó Lewis en su obra “Una Pena Observada”, y que recoge la película “Tierras de Penumbras”.



En su ensayo “no existe un ‘derecho a la felicidad’”, Lewis parte de una situación concreta, que es la de un hombre que abandona a su esposa para irse con otra. Esto le da pie a Lewis para escribir acerca de la felicidad y de su verdadera comprensión. Según Lewis, la felicidad depende en gran medida de factores que escapan al control humano. A mayores no deben cometerse injusticias bajo el pretexto de ser feliz. Sobre todo cuando mucha gente entiende la felicidad como algo muy “restringido” (en el caso del ejemplo, felicidad ‘afectivo-sexual’), por importante que sea; pero que olvida que la felicidad es algo que afecta a todas las dimensiones de la vida.
Lewis recuerda la Declaración de Derechos Humanos, la cual dice que “todo hombre tiene el derecho de buscar la felicidad”. De “buscar”. Existe el derecho a buscar la felicidad, pero no el derecho a ser feliz. Existe un derecho natural a intentar ser feliz, que las leyes civiles deben amparar. Pero esto no quiere decir que el hombre tenga derecho a buscar la felicidad POR TODOS LOS MEDIOS, como el fraude, el asesinato, la violación. Además, este buscar la felicidad supone asumir los compromisos y las responsabilidades personales. ¿Qué clase de felicidad sería la que se consigue debida a la traición, el engaño, y el buscar la propia satisfacción por encima de todo?
¿Quién diría que un alcohólico tiene derecho a buscar la felicidad en su embriaguez o una persona enfadada a buscarla en agredir a otra persona? ¿Puede buscar la felicidad alguien a costa de hacer infeliz a otra persona a la que le juró serle fiel, en contra de la honestidad y la buena fe? La felicidad ha de buscarse por medios éticamente buenos, y sobre todo, por el verdadero amor.
Aprovecha Lewis para hacer una reflexión acerca del amor, y en concreto del amor “eros”, y por qué en este tema parece la gente usar una doble vara de medir.
Todas las emociones prometen. El “eros” es ante todo, deseo. Los deseos prometen, siempre, cualquier deseo promete. Pero el del “eros” promete más que ninguno otro. Pero promete aquello que no puede dar. Y ahí está el engaño del “enamoramiento”. Pues hace creer que entra en juego “todo”, y la convicción de que uno estará enamorado hasta la muerte y que la posesión del amado le dará la felicidad completa. Pero todo esto se derrumba cuando el sueño se desvanece. Y cuando el señor X que ha abandonado a la señora X por haberse enamorado de otra persona, al cabo de un año, siente las mismas razones que sintió para abandonar a su mujer para abandonar a su nueva pareja. Al final, si una pareja triunfa y son felices para siempre no es porque su “deseo” haya prometido mucho, sino porque seguramente son DOS BUENAS PERSONAS “con capacidad de autocontrol, leales, imparciales, adaptables la una a la otra”.
Lewis dice al final de su artículo algo que me parece profético –recordemos que él escribe en 1963-: “una sociedad que tolere la infidelidad conyugal, es a la larga una sociedad adversa a las mujeres”. La belleza, los encantos… van desapareciendo. Todo lo que parece atractivo… a la larga es efímero… se desvanece. Yo diría: sólo el amor (“caritas”) permanece.
Animo al que lo desee a leer este artículo de Lewis -5 páginas-, para que pueda extraer conclusiones que a mí me es imposible mencionar aquí, o que se me hayan pasado inadvertidas.

viernes, 18 de marzo de 2011

DÍA DEL SEMINARIO 2011, “EL SACERDOTE, DON DE DIOS PARA EL MUNDO”



Me llamo Óscar, tengo 21 años, y soy seminarista.
No me resulta fácil hablar de la vocación, pues aún es algo que empiezo a vislumbrar y a ver emerger. En todo caso, siempre es gracia, y tiene un origen divino.
Quizá mi vida tenga una trayectoria un tanto especial, caracterizada por no haber tenido muchas experiencias o por no ser lo que se dice “un tío way”. Pero creo que soy alguien que intenta responder a las cuestiones que cualquier joven se plantea, sea de un modo o de otro: ¿quién soy y qué hago en este mundo? ¿qué sentido tiene mi vida y qué quiero hacer de ella? Que busca su lugar en el mundo, que busca amar y ser amado, que busca ser feliz. Y que sabe que su vida no la ha recibido para guardársela, sino que tiene que emplearla en algo hermoso. Desde siempre he percibido la presencia de Dios en mi vida, aunque no siempre fuese igual de importante para mí. Ese Dios cuenta conmigo, y cuenta con cada uno de nosotros.
Llegado un momento de mi vida, yo abrí la puerta a la posibilidad de ser sacerdote, y a mis 17 años entré en el seminario, sin tener las cosas claras, pero con el ánimo de ir descubriendo lo que Dios quería de mí. He ido viviendo cosas… y a día de hoy creo ir vislumbrando que mi camino tiene que ver con el sacerdocio. Hay algo que me parece central: La vida tiene sentido desde Dios, y este mundo necesita a Dios, y quiero ayudar a que la gente descubra a Dios.
Una idea: entregar la vida a Cristo, y entregársela a los hombres y mujeres… Es un don y es una tarea, una meta a la que siempre hemos de llegar.
Estamos en Cuaresma, y se nos invita a la conversión, a cambiar el corazón y a abrirnos al amor. Convertirse significa trasformarse, dejar que Dios te trasforme. La vocación es una experiencia de conversión, es una gracia de Dios a la que nosotros hemos de responder, abandonándonos en sus manos (y esto a veces nos cuesta mucho). Es ir haciéndote… Dios te va haciendo y tú te vas haciendo. Haciendo más tú mismo, descubriendo tus capacidades (y también tus debilidades), haciéndote más humano, más hijo de Dios y más hermano de los demás, rompiendo y superando el egoísmo.
Las tentaciones están presentes. El mundo necesita a Dios… pero la gente hace sus vidas al margen de Dios… ¿merece la pena entregar tu vida para ofrecer al mundo algo que no le interesa? ¿no es mejor dejarles estar tranquilos? O ¿seré capaz de guardar el celibato… cuando además vivo en un mundo para el que esto significa ser un pringado? O incluso, el sacerdocio supone una gran exigencia… yo, con lo débil y pobre que soy, con todas mis carencias… seré capaz de asumir responsablemente todo lo que supone?
Tristemente, a veces no estamos totalmente convencidos de que Cristo valga la pena… Pero la verdad es que Cristo es la mejor propuesta, mejor: es la única propuesta. Y sólo mirándole a Él nuestra vida se trasforma y llena de alegría. Al menos esa es mi experiencia.
Dios cuenta conmigo y cuenta con todos. Cada uno tiene su camino. Yo voy descubriendo el mío. Veo el sacerdocio como algo posible y apasionante. Al final, ¿a qué llegaré? Sólo Dios lo sabe.

martes, 22 de febrero de 2011

¿Quién puede presumir de que sabe amar? Como con tantas otras cosas, quien de verdad sabe no suele ser quien presume de ello. Sobre todo en este tema, en el que nunca puede uno quedarse satisfecho.
Hablamos de amar, amar... y es que amo y amo... y muchas veces no es sino el deseo de ser amado, la soledad de un corazón que es como el chicle que se pega allá por donde pasa, mendigo de unas migajas de afecto...
Y nos encontramos con dos situaciones:
- que esperamos amor de otros, y no nos lo dan... Amamos pero no nos aman. Tenemos la esperanza de obtener una respuesta, es decir, ser co-respondido. Pero el que ama de verdad tiene que tomar el riesgo de no serlo.
- que, despues de mirarnos a nosotros mismos, nosotros tampoco sabemos amar de verdad, y nuestro "amor" esconde más egoísmo, necesidad... que otra cosa.
Palabras duras, pero a veces son ciertas. No vale acusar a los demás siempre. Cada uno deja bastante que desear.
- También están quienes nos aman incondicionalmente y se desviven por nosotros... y que nosotros pasamos bastante por alto...
"Amor"... "es que lo siento tanto y duele..." De veras? No sé bien lo que es el amor... Pero supongo que amas no cuando te duele algo que TE falta (ello solo manifiesta tu necesidad...). Amas cuando estás dispuesto a sacrificarte y renunciar a ti mismo, amas cuando cuidas cada detalle con cada persona. Y cuando ello ilumina tu vida y te hace mejor. Un amor que te hace inhumano no es amor. Y un amor que es injusto no es amor. Tampoco lo es si para amar tengo que odiar.
Por eso un creyente, viéndose tan necesitado de amor y tan necesitado de amar, con un corazón tan pobre como a veces tiene, en un mundo injusto, ha de acudir al Amante por excelencia, Aquel que en su humillación se dejó crucificar por nosotros, y reconocer: "Señor, amo muy mal", "no sé amar, enséñame Tú". Porque un amor que no pase por la cruz tampoco es amor.
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