INTRODUCCIÓN
No resulta sencillo abordar el tema de las relaciones entre la
Iglesia Católica y las religiones no cristianas. Es este un
tema de profunda actualidad, el cual aún está abierto en muchos
puntos, y que sólo el tiempo nos irá dando muchas de las respuestas
o soluciones que ahora buscamos. Para unos es algo fracasado desde el
comienzo e incluso contrario a la esencia cristiana. Para otros es
ocasión de encuentro de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Desde luego, la postura de la Iglesia católica es que el diálogo
interreligioso es necesario y ha de ser fecundo. Ha de llevar a una
comprensión y acercamiento mutuo y a una mayor difusión de la paz
en el mundo. Pero para esto ha de elaborarse lo que se ha venido a
llamar una “teología cristiana de las religiones”, que aporte a
los cristianos el punto de partida y los presupuestos básicos sobre
los que emprender un sincero diálogo, sin por ello renunciar a su
propia identidad y a los fundamentos de la fe.
Breve recorrido histórico
La Iglesia ha tenido a lo largo de su historia diferentes posiciones
relativas a los no cristianos, que no siempre han sido unánimes, ni
siquiera entre los contemporáneos. Nos encontramos con autores
eclesiásticos que ven con muy malos ojos tanto las religiones,
filosofías, culturas… no cristianas hasta el punto de
considerarlas obra del pecado y del demonio; y nos encontramos con
autores –quizá la mayoría- que insisten en la bondad de la
filosofía y de otras religiones aún en medio de sus imperfecciones
y errores, en cuanto contienen “semillas del Verbo” (Justino) y
sirven de “preparación evangélica” o son obra del Espíritu que
actúa en el corazón de los hombres y de los pueblos preparando sus
corazones para la acogida del Evangelio de Jesucristo. Corrientes
quizá un tanto exageradas por este lado son las que muestran a
Platón entre los iconos de los bienaventurados, en algunas iglesias.
En la Iglesia antigua
Con todo, no podemos dejar de lado que en un primer momento, las
religiones paganas son vistas como “enemigas” de la fe cristiana,
en cuanto que predicar el Evangelio supone invitar a convertirse a
él, dejando los ídolos y cambiando de mente y de forma de vivir, y
adhiriéndose al Dios vivo y verdadero, el Padre de Jesucristo,
bautizándose para recibir el Espíritu Santo y el perdón de los
pecados. En este sentido, el cristianismo desde muy pronto vio un
aliado más en la razón filosófica (en el “logos”) que en la
religiosidad imperante del momento.
Un problema, a mi modo de ver, que se verá más tarde en la
historia, está en lo relativo a herejes y cismáticos, que al romper
con la fe y con la comunión de la Iglesia, no podrían tener el
Espíritu Santo, con lo cual no alcanzarían la salvación. En medio
de estas discusiones está San Cipriano con su célebre expresión
“fuera de la Iglesia no hay salvación” (extra Ecclesia nulla
salus) que será interpretada de forma maximalista en el futuro.
En la época medieval
En la Edad Media, con la “sociedad cristiana”, esto supone un
cambio. Se llega a una cierta –y peligrosa- confusión entre
sociedad civil y sociedad cristiana, entre pertenencia visible y
“social” a la Iglesia –muy identificada ahora con la sociedad
cristiana y sus manifestaciones- con pertenencia a la Iglesia de
Cristo y con la salvación personal. Con lo cual cabe el pensar que
aquellos que no pertenecen a esta sociedad, aquellos que no
pertenecen a la Iglesia visiblemente, es muy probable que no les
alcance la salvación. Son enemigos de Cristo, de los cuales nos
debemos defender. Es este un tema muy complicado en el que no voy a
entrar, tanto por falta de conocimiento como porque excede el motivo
de este trabajo. Lo dicho hasta ahora lo vemos de forma especial con
relación al islam (que verdaderamente se convirtió en un peligro
para la supervivencia cristiana) y con el judaísmo, en medio de un
fuerte antisemitismo, alimentado por una lectura radical de ciertos
textos y de ciertos acontecimientos históricos (o no tan históricos)
que les hicieron considerarlo el “pueblo deicida”.
Baste recordar que a caballo entre el mundo medieval y el moderno
está la declaración del concilio de Florencia de F. de Ruspe, que
parece afirmar que son pasto del infierno los que antes de su muerte
non entren en la Iglesia católica, y menciona a judíos, herejes,
etc.
En la época de la modernidad y la posmodernidad
Un cambio total de paradigma sucede con el descubrimiento de América,
con el cual los eclesiásticos europeos pueden ser conscientes de que
existe una humanidad que nunca ha oído hablar de Cristo, y que está
en el mundo desde tiempo inmemorial. Surgen entonces más fuertemente
la cuestión de si la salvación puede alcanzar a esta gente a la que
no le ha sido proclamado el Evangelio (en medio de todo esto estará
la discusión de si son personas con dignidad y derechos, pero ese es
otro tema, aunque ciertamente relacionado).
Los distintos cismas, y especialmente la Reforma protestante hacen
que la Iglesia se centre en sí misma, en una clara orientación
apologética, que llevó a tener una aversión encarnizada contra los
cristianos separados, dándose a entender que la salvación no puede
llegar a ellos, cismáticos y heréticos.
Con la Ilustración y lo que vino después, a la fe tal y como se la
concebía se le da una “sacudida”, que la forzará a tomarse en
consideración a si misma y a afrontar nuevas respuestas para hacerse
creíble y significativa de nuevo. Es esta una crisis de la que aún
estamos arrastrando hoy en día su hipoteca, y que se manifestó de
forma especial con el llamado “modernismo” y que tuvo a la
Iglesia Católica en una posición de defensa hasta hace
relativamente poco, hasta las puertas del Concilio Vaticano II. Los
métodos de investigación, la revolución científica, la nueva
imagen del mundo, la evolución, la comprensión de la historia, la
fenomenonología de la religión… conducen a una nueva imagen del
hombre y a una nueva imagen de Dios. La imagen de un Dios mítico o
influido por las diferentes culturas y por motivos antropomórficos
parece hacerse agua. Y surgen posiciones nunca antes vistas en la
historia, desde los que niegan la existencia de Dios, aquellos que
niegan la posibilidad de conocerlo o viven al margen de Él, o las
que afirman que Dios está por encima de todo y las diferentes
religiones no son sino manifestaciones míticas de algo a lo que no
podemos llegar y permanece inaccesible, y que por tanto, ninguna es
más importante que otra y ninguna puede tener la pretensión de la
verdad, cayendo en un relativismo que diluye lo específicamente
cristiano.
El Concilio Vaticano II
La Iglesia ya antes del Concilo Vaticano II había afirmado la
posible salvación de quienes no pertenecieran visiblemente a la
Iglesia de Cristo. Pero no será sino hasta este concilio cuando se
afirme esto con más claridad, e incluso se dé el paso de afirmar y
proclamar el derecho a la libertad religiosa como un derecho del ser
humano, pero siempre considerándose ella la verdadera portadora de
la Revelación divina. Surge entonces una apertura al diálogo
sincero con los otros cristianos, con los judíos y con los miembros
de las otras religiones, a las que se le reconocen, siguiendo el
parecer de muchos Santos Padres, “semillas del Verbo” y “rayos
de luz” procedentes del Espíritu Santo, y elementos de verdad.
Fruto de ese diálogo son los encuentros de oración conjunta entre
cristianos y miembros de otras religiones, como fue el convocado por
el Papa Juan Pablo II en Asís en 1986 y en 2002.
La Declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II
comienza haciendo referencia a la nueva época y a los vínculos cada
vez mayores entre los pueblos, y menciona lo que es común al ser
humano, a sus problemas e inquietudes, a los cuales las religiones
del mundo buscan dar respuesta (NA 1); hace mención explícita de
los judíos, pueblo en el que hemos sido injertados los gentiles (NA
4); y menciona a los musulmanes, descendientes de Abrahán y que
tienen a Jesús por profeta e invocan a María Virgen (NA 3); pero
también hace mención expresa del hinduísmo y del budismo, de los
cuales explica algunas de sus características esenciales, las cuales
valora profundamente (NA 2). Termina invitando a la fraternidad y
rechazando toda forma de discriminación racial, cultural o
religiosa.
Es muy curioso el hecho que en ese mismo nº 2 de NA dice: “La
Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay
de santo y verdadero. Considera con
sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y
doctrinas que, por
más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no
pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a
todos los hombres. Anuncia y tiene la
obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el
Camino, la Verdad y la Vida" (Jn., 14,6), en quien los hombres
encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios
reconcilió consigo todas las cosas”.
No deja de ser curioso el que se admita como destello de la verdad
incluso cosas que discrepan un tanto con lo que ella misma profesa.
Creo que este párrafo representa un buen ejemplo de la postura de la
Iglesia, en general, respecto de las religiones.
El Concilio, por ejemplo en Gaudium et Spes 21, al tratar el
tema del ateísmo al mismo tiempo que lo denuncia y combate tiende su
mano para que tanto entre creyentes como no creyentes exista un
diálogo fructífero y trabajen juntos por la paz y por la
trasformación del mundo. Después de todo, lo que afirma la Iglesia
sobre las demás religiones vale igualmente para aquellos que no
profesan ninguna religión. Salvaguardando la unicidad de la
salvación por Cristo y su Iglesia, todos los hombres de buena
voluntad pueden ser asociados al misterio pascual de Cristo por
caminos conocidos por Dios, pues todo hombre tiene en el fondo una
única vocación a la que es llamado por Dios, la divina (Cf. GS 22).
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