martes, 3 de enero de 2012

La cruz es el precio del amor

“Amar la cruz”. Esta es una expresión que resuena de cuando en cuando en nuestros oídos, muchas veces sen entender lo que significa. Muchas veces non queremos saber lo que significa, no nos interesa. Huimos de ella. También puede ser que malentendamos lo que quiere dicir.
Más allá de lo que puedan haber dicho los autores de espiritualidad a lo largo de la historia, pienso que amar la cruz es algo muy actual, aunque no esté de moda. Pero es algo que debemos PEDIR.
Ante todo, digamos lo que creo que no es amar la cruz. Mucha gente, especialmente aquellos que tienen aversión hacia lo cristiano, o prejuicios, o lo contemplan simplemente desde fuera, hablar de “amor a la cruz” suena a masoquismo, a “ya están esos cristianos diciendo que hay que sufrir”, o a pensar que sufrir es bueno (se oyen todo tipo de barbaridades al respecto, desde que no se pueden usar calmantes en las enfermedades de grave dolor o en los partos a otras del tipo de que hay que autolesionarse o que no se puede disfrutar de nada porque todo es pecado). Pero no, el amor a la cruz no es eso.

Una persona que conozco estaba en la iglesia de su pueblo; era ya de noche (en este tiempo aún oscurece muy pronto), y acababa de participar en la Eucaristía, y también de celebrar el sacramento del Perdón (Dios nos da su gracia; me da su gracia, su amor entrañable en esos sacramentos, a mí, pobre hombrecillo). Acababa de rezar las vísperas y contemplaba el altar y el sagrario. Encima del altar contemplaba la pequeña cruz que está en el centro. Y pensó: “amar la cruz”. La besó. Y se quedó pensando: ¿qué quiere decir amar la cruz? Y mirando a Jesús crucificado ple pareció entender algo de lo que es “amar la cruz”. No es desear el sufrimiento ni ser masoquista, como piensan algunos. Es dar un cheque en blanco, y ASUMIR TODAS LAS CONSECUENCIAS DE AMAR DE VERDAD, y asumir todas las consecuencias de empeñarte a tope en la misión que te ha sido confiada en la vida. EL DOLOR, LA CRUZ... hay que amarla, porque EL DOLOR, LA CRUZ ES EL PRECIO DEL AMOR. Entonces puedes amar la cruz, porque “hay que amar hasta que duela”, decía Madre Teresa, si no duele, no amas. Esto cobra una especial razón de ser para el sacerdote. Quizá la mayoría de los que puedan leer esto no lo entiendan -yo mismo aún no soy consciente de lo que digo-, pero sí. En su identificación con Cristo, el sacerdote tiene que asumir la cruz, beber con Jesús el trago amargo del dolor por su gente, por sus vidas... y por en tantas ocasiones no ser valorado ni comprendido a pesar de su entrega. Aunque esto vale también para cualquiera, para los matrimonios, los novios, los amigos, los padres... todos, ante tu prójimo, al que tal vez ni siquiera conozcas o, peor aún, te caiga mal o no se lo merezca.

El ejemplo de amor a la cruz lo tenemos en Jesús crucificado. Él no fue a la cruz por el placer de que lo clavaran. A Jesús lo mataron, no podemos olvidar que fue asesinado (cada vez que celebramos la Misa estamos haciendo la memoria viva de una muerte! Hasta tal punto es seria la misa! La muerte del Hijo de Dios, que nos amó hasta entregarse por nosotros!). Sus brazos abiertos nos hacen ver el ABRAZO DE DIOS que abraza el mundo y que nos abraza a nosotros, que vamos a lo nuestro y que pasamos de Él, que nos autodestruímos a nosotros mismos y a los demás, en mayor o menor medida.

Entonces cobra todo su sentido amar la cruz. Y hemos de pedirle a Dios “amar la cruz”. Sí, no estoy loco -al menos no del todo-. Porque sólo Él puede sacarnos de nuestro encierro en nosotros mismos y abrirnos al verdadero amor desinteresado. Porque amar la cruz significa estar dispuesto a participar de los sufrimientos de Cristo en nuestra propia vida, sabiendo que Él los transformará en gloria. Supone identificarnos con Él. Y también hoy son muchos los lugares y circunstancias en los cuales encontraremos la cruz. Y sólo los valientes de verdad la cogen. Hasta un cierto punto la cruz se nos impone. Hasta otro cierto punto, la cruz se elige. Y el amar hasta el extremo no es posible sin coger la cruz y cargarla en seguimiento del Hijo de Dios. No olvidemos que fue el dolor (el dolor del Hijo de Dios) el que salvó el mundo, y el que nos purifica cuando nos manchamos con nuestros malos deseos, palabras, obras y omisiones.  Así, también nuestro dolor y nuestro sacrificio (de cada día), nuestras pequeñas o grandes renuncias son las que pueden limpiar y sanar tantas heridas que tienen nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, y también nosotros mismos.