sábado, 21 de mayo de 2011

No existe un "derecho" a la felicidad

El escritor británico C. S. Lewis –autor de “Las crónicas de Narnia”- poco antes de su muerte escribió un artículo titulado “No existe un ‘derecho a la felicidad’”, en el que compara este supuesto derecho al derecho de tener suerte o a medir 1’80 o a ser millonario, por ejemplo. Los últimos años de la vida de Lewis estuvieron marcados por la experiencia del AMOR y de la MUERTE –que son inseparables-. Había descubierto el amor en una mujer, Joy Gresham, a la cual se le descubrió una enfermedad terminal que la llevó a la muerte. Esta intensa experiencia de sus últimos años de vida y que hizo tambalear su vida y su forma de ver las cosas la expresó Lewis en su obra “Una Pena Observada”, y que recoge la película “Tierras de Penumbras”.



En su ensayo “no existe un ‘derecho a la felicidad’”, Lewis parte de una situación concreta, que es la de un hombre que abandona a su esposa para irse con otra. Esto le da pie a Lewis para escribir acerca de la felicidad y de su verdadera comprensión. Según Lewis, la felicidad depende en gran medida de factores que escapan al control humano. A mayores no deben cometerse injusticias bajo el pretexto de ser feliz. Sobre todo cuando mucha gente entiende la felicidad como algo muy “restringido” (en el caso del ejemplo, felicidad ‘afectivo-sexual’), por importante que sea; pero que olvida que la felicidad es algo que afecta a todas las dimensiones de la vida.
Lewis recuerda la Declaración de Derechos Humanos, la cual dice que “todo hombre tiene el derecho de buscar la felicidad”. De “buscar”. Existe el derecho a buscar la felicidad, pero no el derecho a ser feliz. Existe un derecho natural a intentar ser feliz, que las leyes civiles deben amparar. Pero esto no quiere decir que el hombre tenga derecho a buscar la felicidad POR TODOS LOS MEDIOS, como el fraude, el asesinato, la violación. Además, este buscar la felicidad supone asumir los compromisos y las responsabilidades personales. ¿Qué clase de felicidad sería la que se consigue debida a la traición, el engaño, y el buscar la propia satisfacción por encima de todo?
¿Quién diría que un alcohólico tiene derecho a buscar la felicidad en su embriaguez o una persona enfadada a buscarla en agredir a otra persona? ¿Puede buscar la felicidad alguien a costa de hacer infeliz a otra persona a la que le juró serle fiel, en contra de la honestidad y la buena fe? La felicidad ha de buscarse por medios éticamente buenos, y sobre todo, por el verdadero amor.
Aprovecha Lewis para hacer una reflexión acerca del amor, y en concreto del amor “eros”, y por qué en este tema parece la gente usar una doble vara de medir.
Todas las emociones prometen. El “eros” es ante todo, deseo. Los deseos prometen, siempre, cualquier deseo promete. Pero el del “eros” promete más que ninguno otro. Pero promete aquello que no puede dar. Y ahí está el engaño del “enamoramiento”. Pues hace creer que entra en juego “todo”, y la convicción de que uno estará enamorado hasta la muerte y que la posesión del amado le dará la felicidad completa. Pero todo esto se derrumba cuando el sueño se desvanece. Y cuando el señor X que ha abandonado a la señora X por haberse enamorado de otra persona, al cabo de un año, siente las mismas razones que sintió para abandonar a su mujer para abandonar a su nueva pareja. Al final, si una pareja triunfa y son felices para siempre no es porque su “deseo” haya prometido mucho, sino porque seguramente son DOS BUENAS PERSONAS “con capacidad de autocontrol, leales, imparciales, adaptables la una a la otra”.
Lewis dice al final de su artículo algo que me parece profético –recordemos que él escribe en 1963-: “una sociedad que tolere la infidelidad conyugal, es a la larga una sociedad adversa a las mujeres”. La belleza, los encantos… van desapareciendo. Todo lo que parece atractivo… a la larga es efímero… se desvanece. Yo diría: sólo el amor (“caritas”) permanece.
Animo al que lo desee a leer este artículo de Lewis -5 páginas-, para que pueda extraer conclusiones que a mí me es imposible mencionar aquí, o que se me hayan pasado inadvertidas.

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